De eso que un día te dejas caer en el barrio que tiene una pelea consigo mismo. Brooklyn.
¿Por qué? Uno entiende esa pelea y armonía cuando ve el puente sobre el que pasa el metro, el que lo conecta con Manhattan. Te pones debajo de él, entre tiendas de segunda mano, y echas un vistazo a ambos lados.
A un lado se perciben los edificios austeros, casi descuidados, de corte antiguo y sencillo. Por sus calles pasean sus gentes, todas vestidas igual: ellas, con pelucas, colgantes de perlas, faldas largas y zapato bajo; ellos, con sus largas chaquetas, gorros altos, barbas tan largas como sus patillas. No hay colores en sus vestimentas y no se ve un solo móvil posterior a la llegada de Internet a nuestros dispositivos.
En este tranquilo barrio viven los judíos ortodoxos.
Te miran como diciendo “sé qué eres, sé que
no eres de los nuestros. Sé que no eres de aquí, pero no pasa nada”. Los adultos disimulan de manera disimulada su incomodidad porque estés ahí. Quizás, ni se sientan incómodos. Pero los niños miran tus ropassorprendidos, como si fueras una atracción de feria. Los niños algo más mayores, sin embargo, parecen tener una mezcla de admiración y miedo al cruzar miradas contigo.
Calles llenas de escrituras en hebreo, sinagogas y austeridad. Camino mirando todas esas casas aparentemente pobres, imaginándome cuán lujosos tienen que ser sus interiores. Entre los judíos que pasean y recogen a sus hijos del colegio –los cuales se bajan de los autobuses amarillos, todos con letras hebreas inscritas en sus lados-, camina también la comunidad latina, la comunidad trabajadora del barrio. Me pregunto cuál de los dos grupos es el que realmente mantiene el barrio en pie.
Volver al puente. Miremos al otro lado.
Desde debajo el puente se puede ver la diferencia en el otro lado. Grafitis, tiendas de arte alternativo, start-ups… Ahí donde puedes hacerte un tatuaje a un precio desconsiderado, ahí donde la gente quiere vestir como un artista sin dinero pero en donde una mísera porción de pizza margarita de cuesta 4 dólares.
El color que le faltaba al otro lado del puente lo absorbe completamente este. Cada establecimiento lucha por ser el más llamativo, el mejor decorado, el más diferente. La gente pasea buscando un bar que le ofrezca la cerveza más diferente, el té más exótico, la cena más memorable. Quizás se encuentre ahí, al lado de esa pared pintada de arriba abajo, o quizás esté al lado de esa tienda de zapatos de marcas caras.
Los hipsters, artistas y millenials con dinero llenan los apartamentos de esta parte del barrio, alquilado a los judíos ortodoxos, sus vecinos austeros pero adinerados.
Ese día, martes 31 de octubre, mientras paseo por las calles de Brooklyn, recibo una llamada:
-¿Estás bien?
-Sí, ¿por qué?
-Ha habido un ataque terrorista en Nueva York.
A esto le siguen otras muchas llamadas y whatsapps. Mientras respondo a todo ello, voy leyendo medios locales para ver cuántos muertos ha habido, si hubo disparos por parte de la policía o por parte del supuesto terrorista. Curiosamente, ayer estuve por ahí, cerca del memorial del 11S. Qué irónico –qué cruel- que intenten otro asalto contra la sociedad en un lugar que sufrió tanto hace años.
Y así se desarrolla el día en Brooklyn, ajeno a lo que acaba de pasar en la isla vecina. Los niños se pasean en sus disfraces de Halloween cantando ¡truco o trato! en cada puerta. Los adultos, también disfrazados, llenan sus calabazas de plástico. Todo esto, ajeno a las vidas perdidas.
Porque Nueva York ha decidido que ningún ataque va a cambiar sus festividades, sus ganas de vivir. Aunque las banderas ondeen a media hasta y los neoyorquinos tuerzan gestos de preocupación y tristeza cuando sale el tema del ataque, eso no hará que frenen sus tradiciones, los desfiles de Halloween y la energía positiva que vibra en la ciudad.
Y yo, con sentimientos encontrados, me dejo llevar por la mentalidad de mis amigos americanos, vuelvo a mi pequeño rincón de la isla y me preparo para ver las calles llenas de monstruos, brujas y, en general, gente ligera de ropa.
Un día normal en Nueva York.