Querido amigo:
Hoy la he visto. La he visto por última vez por las calles, paseando sus tacones altos contra el asfalto y su pelo navegando contra el viento otoñal. La he visto, hemos hablado, y la dejé ir.
Todo lo que te diré ella me lo confesó con sus ojos avellana clavados en el humo ascendente de un café recién hecho. Quizás eran avellanas pasadas por agua. No lo sé.
Sin pensar, se dejó caer en tus brazos, ¿te acuerdas? Quizás no mucho, quizás el olor que te llegaba al abrazarla se ha mezclado con los de otras mujeres en tu mente, quizás fue como ese alimento que tomas rápido para saciar tu hambre y ni te molestas en saborearlo. Ella, sin embargo, te recuerda bien. Recuerda su nerviosismo, su ansia por conocerte y sus intentos por que la conocieses. Tú manejaste la situación y ella dejó su cuerpo actuar, movido por su corazón. Cuando la tocabas, dijo, se sentía como cuerdas de una guitarra, acariciadas, pulsadas con una fuerza amorosa, rasgueadas con decisión y conocimiento. Sabías a dónde apuntar, qué decir, para hacerla sonar.
Sus suspiros se quedaron adheridos a tus cristales… ¿es que no la has visto al mirarte en el espejo de tu cuarto? Ella te ve con frecuencia, sobre todo después de acostarse. Cuando llegó el momento en el que, al fin, pasaste tus labios sobre los suyos, querido amigo, ella no sintió materia, sintió energía. Sintió que a través de vuestras bocas, vuestros alientos se fusionaban en uno solo, que un flujo de energías vitales empezaba a fluir entre uno y otro cada vez que un beso se convertía en realidad. Su cuerpo se vaciaba de vitalidad, transmitiéndose a ti y volviendo el doble de intensa. Vuestros cuerpos, aunque tú no lo supieses, no se movían: danzaban al ritmo de un sentimiento humano. No erais vosotros ya, erais los millones de personas que habían compartido sus cuerpos y sus almas a lo largo de la historia… erais exactamente igual que ellos, y, a la vez, únicos en ese instante.
Al principio erais tres: ella, tú… y la luz dorada de un sol que ya caía. Cuando os quisisteis dar cuenta, no sé si te acuerdas, las luces ya se vestían de los rayos blancos de las farolas. A tu cama no llegaban con sus armaduras blanquecinas, así que os amparabais en las sombras de unas sábanas finas y una música dolorosamente profunda.
Quizás no debiste mirarla a los ojos. Fue ese intercambio de luces en las pupilas el que la enganchó con cadenas a ti. No deberías asomarte al pozo del alma de alguien si no quieres saber a qué sabe su interior, sus miedos y sus ilusiones. Sus desiertos y sus oasis. Y ahí, como un peregrino errante, te has quedado sin saberlo.
Repetisteis, me dijo. Otros días más llamó a tu puerta para así prender llama a su sonrisa. Se acurrucó dentro de tu abrazo e inspiró suavemente, para interiorizar tu aroma.
Ahora, según me dijo, ese olor se ha vuelto un gas tóxico en sus recuerdos.
¿Qué? ¡No! Ella no se sintió dolida, no hiciste más que tratarla bien. Pero ella, ahora, necesita renovarse, depurarse. Dejaste estacas pequeñas, puntiagudas, en pequeños rincones escondidos dentro de ella, unos rincones que no quiere enseñar a nadie, esa privacidad que si la sacamos a la luz nos hace sentir débiles y vulnerables. Ella intenta levantarse y dormirse sin pensar que lo que más querría sería que su cama estuviese recubierta de esas sábanas finas que sirvió de velo para vuestros cuerpos. Ella intenta no sufrir, intenta no doler. Y lo consigue. Ya ha tenido otros estacazos, pero el golpe más duro es el que es fino y suave, el que no va a hacer daño. Esos recuerdos que dejaste en ella y que no hacen más que insistir en que son reales, que podrían volver a suceder… mientras ella pelea por pensar que no fueron más que un sueño. Lo prefiere así.
Vive normal, no llora, mantiene su sueño y no se le ha olvidado sonreír. Pero a veces se le pierde la mirada, sonríe melancólicamente y la cabeza agachada cuando ve una pareja de la mano, cierra los ojos siente una chispa de ti en algo que ocurra en el día a día: una canción, una farola, una puerta o un abrazo. Quizás, demasiadas cosas. No es una persona triste: es una persona que, a pesar de saber cómo funciona la vida, sufre y experimenta las consecuencias de tener un corazón de carne, y no de piedra.
No sé cuál es tu opinión. Quizás jamás llegaste a pensar que unos días y algunos besos pudieran dejar mella en una persona. Pero es que las personas, algunas, somos más de arcilla que de mármol, y hasta una pequeña caricia dada en el lugar adecuado, con una mano experta, puede cambiar nuestra forma en ese preciso instante.
Así que, enhorabuena, amigo.
Ahora, tienes en tu poder el pequeño cacho de un alma ajena.
Ahora, eres residente de un corazón vivo.
Ahora, has dejado en un alma, sin querer, los principios de una medicina algo tóxica llamada Amor.
Es dura realidad escrita con amarga y fina delicadeza….
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