(*Versión narrada al final)
Las propia naturaleza del juego requería que las ropas fuesen negras. Requería esperar a la noche del domingo. Requería, o, más bien sugería, llevar un sombrero oscuro como el cielo.
La puerta sonó y se presentó Él. Ella, Miércoles, lo llevó a su pequeño cuarto y le mostró las páginas blancas y negras que estaban tiradas sobre el suelo de madera, decorado éste con motivos irregulares (aparentemente) de tiza pálida como la luna. Lo desnudó y lo tumbó bocarriba sobre todas esas hojas arrancadas. Lo miró fijamente a los ojos.
Era su mejor amigo, un título que se obtiene después de pasar por errores, por problemas, por gritos, por risas. Por viajes. Por música. Y en fin, allí estaba él. Ayudándola.
Prestándose a participar en su conjuro.
Tomó su grimorio y lo abrió por la página deseada. Miércoles se quedó de pie, el libro en las manos y su mirada oscilando entre las páginas antiguas y su paciente amigo. Una de las razones por las que era su mejor amigo era porque era mudo. Eso lo salvaba de pronunciar palabras de falsa amistad, y solo la demostraba con actos sinceros, con cruces de miradas en los que sobran las palabras.
Quizás esas falsas palabras fueron las que empujaron a la pequeña bruja Miércoles a comenzar a pronunciar el maleficio. Unas palabras cargadas de magia que dibujaban realidades en el aire, unas palabras dirigidas a todos aquellos que la dejaron atrás. Tantas frases de consuelo, tantas promesas, tantos favores recibidos, para que después se dedicasen a dejar crecer las telarañas en la relación. Ella, pequeña bruja con dificultades para hacer amigos, insistió en quererles: en hablarles periódicamente, en preocuparse por sus vidas, en darles pequeños regalos (Te he traído un peluche de un gato negro, ¿Quieres que te cuente cómo hacer una poción de buenos sueños?, ¡Te he traído un manual de cómo leer tu futuro en las estrellas!). Pero todo se quedó en nada: algunos usaron la estrategia de dejar caer de sus labios las respuestas breves, sembrar la indiferencia por ella, ocultar en un baúl todos los recuerdos compartidos. Ella, tras un tiempo de agarrarse a la relación como se agarra a una escoba en pleno vuelo atravesando la tempestad, decidió dejarlo todo atrás. Pero las palabras de falso amor amistoso se le habían atravesado, y tenía que destrozarlas. El sentimiento se le había clavado, y tenía que liberarlo.
Sus labios seguían pronunciando el conjuro a la luz de las velas y la luna. Él, aquel que nunca podría pronunciar ninguna palabra dañina ni de falsa ilusión contra ella, iba cerrando los ojos debido a la magia. El hechizo usaría su energía para amplificarse y llegar hasta los culpables de la tristeza de Miércoles, y después volvería a él.
Ya casi se acercaba el final del ritual. La pequeña bruja lloraba a lagrima viva. Preferiría que todo fuese diferente, que nunca hubiese habido ningún problema, que sus amigos siguiesen a su lado. Pero ellos habían hecho una elección. Una elección en la que la pataleaban con silencios y más silencios. Pues ella iba a vengarse.
Sentía la rabia ejerciendo como alimento en su pecho, el incendio de su interior alimentando las llamas de sus lágrimas. Sentía la vergüenza de haber abierto el corazón a personas que solo querían mirar ese desnudo de sentimientos para luego marcharse con fotos tomadas a traición. Se sentía como agua estancada y sucia, desechada. Como tierra seca, infértil y gastada, como el humo del tabaco que, una vez pasado por los pulmones, se envía al vacío sin importancia. Sentía dolor y algo parecido al odio.
Gritó desde lo hondo del pecho las últimas palabras y unas luces rojas brotaron de sus manos. Una figura color sangre surgió del pecho de su amigo y, feroz, salió por la ventana en busca de sus víctimas, esas que verían sus peores pesadillas cumplidas, sus pecados pagados.
Miércoles dejó de gritar justo para escuchar en su cabeza el eco de los llantos de aquellos a los que quiso.
Se dejó caer de rodillas sobre el suelo, su vestido negro arrugado. Seguía llorando. La rabia se había calmado, se había apagado con las llamas de la magia, con su grito desgarrado. ¿Qué le iba a aportar todo aquello? ¿De verdad quería sustituir el amor que sintió por odio? Fueron sus amigos, fueron sus amantes, fueron su hogar. Observó su mano como si en ella descansase su corazón… y lloró. Volvió a llorar.
Una vez calmado el llanto, se acercó a la ventana para sentir la nocturna brisa fresca en la piel. Pensó que todos ellos tendrían sus vidas, que seguirían adelante, que odiarían y amarían… y quizás, algún día, se acordasen de la pequeña brujita con la que compartieron tantas cosas. Ella, por su parte, no quería sentir el rencor en su interior. Sembró la semilla del perdón con una media sonrisa y esperó a que empezase a crecer con el tiempo. No quería sentir rencor. No quería pagar dolor con dolor.
No quería ser una persona cruel.
Con un chasquido de dedos que provocó una chispa rojiza, deshizo el conjuro de venganza. Se quedó quieta, pensando en cómo avanzaría su vida a partir de ahora.
Unos pasos sonaron tras de ella y unos brazos desnudos la rodearon. Unos labios se posaron sobre su nuca, en silencio.
Miércoles sonrió.
Debería valorar lo que tenía ahora y, como mucho, quedarse con las luces del pasado, enterrar las sombras.
Porque, al fin y al cabo, daba igual cuántos conjuros hiciese, porque la vida misma tiene una magia que hace que siempre acabes tomando el camino que tienes que tomar. Aunque a veces eso implique dar unos pasos atrás para coger impulso y saltar.
La vida tiene sus propios conjuros de cambio.
*Versión narrada:
Impresionante
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