Detroit

(Versión narrada al final*)

Como todo a lo que no se le da importancia, su existencia pasa desapercibida. Y, como siempre, lo más silencioso es lo que más grita por dentro.
Se sentó en el centro de su cuarto (no nos importa cómo sea éste). Tomó la esfera de cristal entre sus manos y pronunció unas palabras. La única luz que entraba en el cuarto, por el momento, era la que filtraba el ventanuco, el cual, dejaba ver la calle antigua (no nos importa en concreto cuál) y sus adoquines, sus paredes de piedra, su aroma a siglos y a vida. Entonces, una segunda luz, muy tenue, aportó algo más de claridad al cuarto: la esfera empezó a emitir imágenes, tímidas e imprecisas. De momento.

Cuentan que todas las ciudades tienen un alma. Una personalidad, un color, una voz. Tienen un alma, y todas ellas suelen ser caprichosas, juguetonas, a la par que sabias y poderosas.

Como todas las mañanas, Guardián pasó la manó por la esfera para dar paso al nuevo día. Los quejidos y las alarmas empezaron su melodía rutinaria. Mientras este sonido perduraba en algunas casas, en otras el agua caliente comenzaba a caer para corroer legañas, sueños demasiado optimistas o pesadillas demasiado reales. Cafeteras, tarareos y tintinear de llaves se sumaron a la orquesta. La ciudad empezaba a rugir bajito, se estiraba y desperezaba.

Sus venas de cemento ya empezaban a cobrar ese color rojizo de la mañana, mientras iban apareciendo más y más ruedas paseando por sus calles y avenidas, puentes y esquinas, plazas y rascacielos. Portales indiscretos. Parques florecientes y ya primaverales, llenos de plantas coquetas que decoraban sus hojas y tallos con pequeños diamantes de rocío.

La ciudad se portó bien con todos sus hijos y, una vez más, cedió y amaneció.

Se divirtió durante todo el día con pequeños detalles: la risa de un niño después de que su hermano se tropiece y se caiga, la carrera de unos cachorros por los parques, un transeúnte que camina cantando, un pintor reflejando todo lo que ve con solo papel y carboncillo, una mujer cantando con un vaso de plástico a sus pies, un café que tiene sabor a “lo que daría por quedarme en esta terraza contigo para siempre”. Sin embargo, la ciudad no siempre se portaba bien. Robó, mintió, hizo que se perdiesen y tardasen en encontrarse, impactó, rompió sus propias ventanas y se ensució deliberadamente. A veces, la ciudad dañaba a la ciudad.

Guardián, desde su rincón escondido, vio la hora llegar y volvió a pasar la mano sobre la esfera. El alma urbanita reaccionó y pronunció palabras huecas que comenzaron a tragarse siete colores.

La ciudad, de nuevo, volvió a portarse bien y dejó que la noche llegase.

barnaal

A esas horas es cuando ella trabaja menos, pero, cuando lo hace, es letalmente juguetona. Se convirtió en una ciudad de cristal.

La metrópolis habló y los dolores animales se extendieron por sus altos y rígidos estandartes, tenuemente iluminados por cerillas verticales dispuestas a lo largo de las calles. Los males eran más ardientes. Gritos que se ahogan contra una almohada, lágrimas corrosivas que observan fotografías pasadas, camas improvisadas bajo una cornisa que no protegen del frío, robos que reflejan la luz de la luna en sus navajas, sueños de los que uno ya no despierta.

Pero ese dolor nocturno y animal traía consigo unos placeres poco ortodoxos y muy potentes, placeres nocturnos.

Suspiros que se ahogan contra una almohada, dientes que recorren labios y pieles, cuerpos ardientes que luchan sin querer vencer. Bailes entre amigos que acaban en un cruce de miradas que genera preguntas e impulsos incontrolables. Paseos improvisados con olor a recuerdos, a veces olor a frío, a veces olor a tierra, a veces olor a sal. Inspiración repentina que se dibuja en partituras, se escribe en notas, se pinta en letras. Conversaciones que se motivan por copas de líquido hasta que uno vierte de su lengua jarras de confesiones tímidas, la cara cubierta de carmín y vergüenza. Masajes lentos y palabras sinceras. Ventanas empañadas. Una amistad que conversa hasta que la Luna decida marcharse y dejarlos solos.

Y entre esos cientos de historias que decorarían los diarios al día siguiente, nos encontrábamos tú y yo, formando parte de nuestra propia ciudad de cristal, poniendo la sangre a historias no escritas. Siendo tú, siendo yo.

El Guardián miró la esfera en la que se reflejaban todas y cada una de las personalidades que, a su vez, formaban una más grande, la de la madre, la de la ciudad que no duerme. Llegado a un punto, recordó las palabras de su madre.

“La noche no está hecha para pensar”.

El guardián se pasó la mano por la cara, por las arrugas de su joven rostro, por las ojeras.

Sonrió.

Qué peligroso es soñar.

La ciudad continuó contemplándonos hasta que decidió que era la hora de dejar a la luz llegar de nuevo, dejar que comenzase la orquesta de saludos, de duchas, de cafeteras, de alarmas, de quejidos, de camas desechas, de radios recién encendidas, de tostadas con sabor al recuerdo de un sueño reciente.

Y la orquesta, efectivamente, comenzó.

Pero tú y yo seguíamos formando parte de nuestra ciudad de cristal. Tú y yo amanecimos mucho más tarde, pues cuando el sol llegó, tú y yo nos quedamos enredados entre las sábanas. Yo, todavía tenía que hacer poesía con tu cuerpo, y tú, todavía tenías que amarme en unas octavas algo más altas.

.

 

*Versión narrada:

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