Nada más llegar a NY

Según me contó mi profesora de literatura, había dos tipos de escritores románticos: los que escribían en la rabia (o placer) del sentimiento y los que dejaban madurar el sentimiento. Ahora estoy dejando que el sentimiento repose para poder expresar lo que esta ciudad me ha hecho aprender y sentir.
A ver, no nos engañemos. Esto es una ciudad, no es Hollywood. Pero creo que esa es la impresión que uno tiene nada más llegar. Todas las avenidas que conforman la isla de Manhattan de arriba abajo no son más que sucesiones de edificios que rascan el cielo como grises dedos que ansían llegar al azul. En ese sentido, parece que
toda la ciudad se copia a sí misma: aunque con diferencias, esas grandes avenidas parecen querer imitarse y conformar una única personalidad no muy definida. Luego están la quinta y madison, claro, que ahí se huele el dinero (incluso más si cabe) en cada tienda. Dato curioso: eso hace que sean de las avenidas más tranquilas. Demasiado caras hasta para los turistas hinchados de dinero.

 

A uno le sorprende ver cómo conciben aquí lo que es el espacio personal y la privacidad, una percepción que es positiva y negativamente sorprendente. ¿Sabes eso de que te pregunten que qué lees mientras vas en el metro? A mí me ha pasado. Te sientes como en una película. Pero claro, Hollywood hace de todo. Hace comedias románticas y también hace dramas. Por eso también ves que afroamericanos gritan a una mujer anciana blanca y ella te mira con pena diciendo que es mejor callarse, que los bendice en su interior, que está acostumbrada. El racismo funciona de negros hacia blancos y de blancos hacia negros, de blancos hacia latinos, pero quizás no de blancos hacia orientales porque, claro, “los orientales tienen dinero y estudios”. Todo se mueve por el dinero. Y yo me pregunto, si el racismo se siente a flor de piel en una ciudad en la que hasta hay anuncios escritos exclusivamente en español, ¿qué pasará en otras ciudades o estados?

 

Por otra parte, eso une a toda la comunidad hispana. En un restaurante o café te atienden en inglés, pero cuando te escuchan hablar en español con tu amigo te sonríen y te preguntan que de dónde eres. “Me gusta su acento. Es bien bonito”. Y tú sonríes como un tonto porque, por primera vez, te das cuenta de que hasta las cosas más pequeñas pueden hacer lazos con otras personas de cualquier parte del mundo.

 

¿Y qué decir de la comida? Un pepino te vale un dólar y un poco de lechuga te vale lo mismo que un sujetador de calidad media (precios reales y comparados).  Un sándwich medio decente puede alcanzar los 11 dólares y un zumo de naranja, los 4. Por una calidad que, siendo sinceros, no es lo mejor del mundo.

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Lo que es innegable es que la ciudad respira energía y arte. No hay ni un día tranquilo ni un día en el que no haya algo que hacer. De hecho, hay tanto que hacer que la idea abruma y a veces prefieres no hacer nada. Clases de yoga en los parques, barbacoas y pícnics improvisados, conciertos de jazz en vivo en cualquier bar, bailarines de hip-hop girando en las barras del metro… energía que vibra desde antes de que salga el sol hasta que… bueno. Siempre. Nueva York siempre respira energía. No importa que caiga el sol.

 

Lo que más sorprende de esta ciudad no es lo que vibra en ella, sino lo que hace vibrar en el interior de uno mismo. Hace que una parte de las personas se rebele contra lo que conoce. Tantos planes, tantos estímulos… ves que la sociedad busca por llenarse a sí misma con todo eso (como si esos estímulos pudiesen llenarlos). Nueva York hace que vibre en ti una cosa llamada independencia. Así se llama en algunos, que se encuentran a sí mismos y entre tantas experiencias ven que el único factor común es uno mismo. Y se encuentran. Se encuentran, solos, entre un montón de gente. Y están en paz. En otros, Nueva York siembra el individualismo. Esa necesidad de mirar por sí mismo a costa del que tienes al lado. Porque esta es una ciudad egoísta que no te regala nada. Pone las cartas sobre la mesa pero tu turno para jugar es breve y hay mucha gente involucrada. El mazo es extenso y conseguir una buena jugada es difícil. Nueva York así extiende su sombra de competitividad nada sana. O te encuentras a ti mismo en una suerte de Nirvana o te pierdes a ti mismo mientras solo miras por ti mismo.

 

“Un gran poder conlleva una gran responsabilidad”. Eso se dijo en Nueva York. Pero creo que la ciudad no es consciente de hasta qué punto es tan cruel y maravillosa al mismo tiempo, como una suerte de dios creador y cruel cuyos seguidores aman y temen a partes iguales. La ciudad suena a Sinatra, huele a las ratas del metro, sabe a la dieta de un adolescente muy mal educado y, a la vez, se siente como la película de policías más barata y con más clichés de Hollywood. Cierras los ojos y sientes que la ciudad vibra con palabras duras de vida –peligro, racismo, dinero, soledad, relaciones interpersonales y timos alimenticios- que exigen madurez para entenderlas, pero también vibra con una energía propia de la juventud más positiva, la que vive en la mente y no en la piel… vibra con arte, vibra con la diversidad más extensa del planeta. Qué horrorosa y qué maravillosa ciudad.

 

Supongo que Lorca ya sabía todo esto. Yo no.

 

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