Guiones aún por escribir

(*Versión narrada al final)

 

En el teatro no dejan entrar animales, y sin embargo, hay una paloma inquieta en mi pecho nada más empezar el ensayo.
Cuentan que fue la magia del drama, que vibraba entre las luces azules y blancas, la que rellenó el espacio entre nosotros y me hizo clavar mis ojos en los recovecos más íntimos de tu personalidad, la que me confesó que en realidad quería que la función nunca terminase… para así jugar eternamente a que formamos parte de la misma historia.

Te veo estirar y hacer ejercicios de respiración, uno, dos, tres… Tus ojos cerrados y tu pecho subiendo y bajando. Me acerco a ti y te ayudo, poniendo las manos en tus costillas. Así, con las yemas de mis dedos presionando sobre tu corsé, me siento nervioso (porque el contacto con tu cuerpo me eriza el razonamiento) y seguro (porque, de algún modo, estar contigo es como jugar en casa). Decides pasar texto mientras así estamos, tú de espaldas, yo respirando el perfume de tu cuello a través de tus rubios cabellos echados a un lado.

Comienzas:
“Señor, vos sabéis muy bien que me los disteis. Y con tan dulces palabras que los hizo doblemente valiosos para mí. Pero ahora que su perfume se ha disipado, quiero devolvéroslos. Para las almas nobles los regalos pierden su valor cuando la persona que los ha dado muestra poca gentileza.”

Respondo a tu texto como un autómata, envuelto en mis pensamientos ¿Notarás esa paloma en mi interior, batiendo alas contra mis costillas, reclamando tu atención con cada golpe? Amo estar en escena contigo, que me mires tan cerca, embelesada por mí, rota por mí, loca por mí. Es curioso que mueras en la obra por mi culpa, pues yo muero en vida por ti. Quizás es la catarsis del teatro la que me hace aguantar, la que alimenta mi alma y me hace seguir día a día: esa sensación de que al vivir el drama teatral, los males salen por tus poros y tus lágrimas, dejando tu vida limpia hasta la próxima representación. Esa es la magia que golpea tanto a actores como al público. Una magia que se amplifica por el eco del edificio, las luces que chocan contra nuestros rostros, esa magia que se repite una y otra vez con cada aplauso final.

Y aquí estoy, soñando despierto con que esa magia se transforme en la imagen de una pelea en mi cuarto, que llenes mi ser con la enormidad de sentimientos que generas en mí, que tus risas transformen mis pesadillas en mañanas de café sin ropa. Ojalá no tuviera que ponerme el atrezo para fingir que te quiero. Ojalá no tuviera que apretar mis tuercas cada vez que me vuelvo a dar cuenta de que solo se encuentran nuestras pupilas cuando lo dicta el guión.

Deja… deja que sea yo el director, mi niña, que te llevaré al estrellato de la felicidad.

¿Y si te mueres de ganas por decirme que te pasa lo mismo que a mí? ¿Y si fuese cierto…? Porque, si yo sigo así, puede que simplemente, de tanto morirme de ganas, pierda las ganas, y me quede con la muerte.

Me sacas de la realidad con un golpe de texto:

“Triste de mí, yo, que gusté de la miel de sus dulces promesas, escucho ahora el discurso disonante, cual música de instrumento desafinado, de una mente antes preclara y sin par. Yo, que lo conocí en toda su gloriosa juventud, he de verle ahora en la miseria de su estado.”

Te giras y me miras desde muy cerca, sonriendo, orgullosa de que nuestro trabajo teatral sea convincente. Para mí lo es… demasiado. ¿Y si el personaje no es un personaje? ¿Y si estoy loco de verdad? ¿Y si lo interpreto bien porque he perdido la cabeza? Bueno, ¿y si no la he perdido? ¿Y si me la has robado tú, cuando te llevaste mi corazón?

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Mucha mierda.

Jugamos al juego de la demencia, venganza y amor delante de cientos de personas, , de nuestro público, que al final baten sus manos para felicitarnos.

Hasta la próxima.

Quizás son los espejos del camerino, la sensación de que he muerto con mi personaje, o que me he atragantado esta vez con la catarsis, pero quiero huir del teatro, de ese telón que han encerrado cientos de historias… como si así pudiese huir de la mía propia. La noche me acoge, pues es la madre de todos los que se quieren esconder.

Quizás no sea más que otro Don Quijote y me he chocado de bruces con la realidad. Quizás he recitado el texto sin interiorizar nada hasta hoy, y todos las voces me gritan al oído. Hamlet… HAMLET… Hamlet… ¡HAMLET!

Quizás no he soltado todas las lágrimas que debía frente al público y por eso ahora mis mejillas están mojadas como nunca lo han estado. He de admitir que estas lágrimas saben muy diferentes a las que un personaje deja caer. Estas son saladas, de la sal del Mar Muerto.

Paso a un guitarrista aletargado que sigue cantando en la calle a medianoche, justo a tiempo para escuchar en sus versos lo triste que sería vivir en un país que te prohíbe besar a quien amas en la calle. Más triste aún, pienso, es ser tan cobarde de callarte lo evidente.

De repente, los acordes que tengo ya tras de mí se empiezan a mezclar con unos golpes de tacón contra el asfalto. No paro de andar, no quiero rellenar mi ya castigada mente con más fantasía.

Y ahí, en la calle, el lugar en el que algunos mundos de pesadilla está prohibido querer, unos brazos me atrapan en un abrazo y una voz algo entrecortada por la carrera y unas cuantas líneas de Shakespeare que han mermado sus cuerdas por gritar a viva voz, me susurra que no tenga prisa. Que hay que celebrarlo.

Alzo la cabeza al cielo estrellado y dejo caer los párpados.

Quizás no está tan mal dejarse llevar por la locura, y pensar que todo es posible. Que existe un guión entre tú y yo que aún no ha sido escrito.

Dejo que tú (o quizás sea de nuevo Ophelia…) me lleves a tu restaurante favorito, deseando en lo más hondo que esta pequeña farsa en la que te importo dure para siempre. Deseando que me admitas, vergonzosa, que no es una farsa.

Deseando que el guitarrista no deje de tocar, y que si me muero, esta vez sea por culpa de la locura que Tú ha sellado en mis ojos.

Se cierra el telón hasta el próximo acto.

 

 

*Versión narrada:

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