Matemática felina

(*Versión narrada al final)

 

 

Todos los seres vivos aprenden. Dependiendo de sus habilidades, por supuesto, se dedicarán a una cosa u otra. Muchos gatos se dedican a cazar. Otros, prefieren dar cariño a la mano que les da de comer (algún ronroneo no viene mal para tal fin). Y hay algunos otros que se dedican a otras cosas, como, por ejemplo, a las matemáticas. Sí, existen los gatos matemáticos. Y nuestra historia, no trata de uno, sino de dos.

Él se llamaba Bola. Quizás su nombre ya lo destinaba a dedicarse a la geometría (quizás… ¿todos tenemos un punto de destino que no podemos evitar?). Ella, se llamaba Fermat. Para aquellos a los que les suene el nombre, sabrán que, ejerciendo el destino en su nombre, el fin de esta historia la recubrirá de misterio.

Se conocieron en… Bueno. Mejor digamos que fue ella la que lo conoció a él. Y tampoco concretemos en el cómo y cuándo (aunque algo escuché de que fue en una clase respecto al número áureo, proporciones de belleza presentes en el día a día, en la luz, en la creación misma… el arte a través de las matemáticas naturales, vaya). Sabemos que él llevaba gafas grandes que ocultaban dos esferas verdosas y que era negro de arriba abajo, mientras que ella era muy peluda, blanca, de ojos amarillentos y brillantes.

Todos los días, Bola volvía del trabajo y la encontraba mirando por la ventana. “Teorizo”, solía decir ella. Al caer el sol, él se quedaba acariciando a Fermat hasta que caía dormido. Si se despertaba en mitad de la noche, la veía mirar a través del vago reflejo de sí misma que la ventana desdibujaba. La noche parecía mirarla a ella también. La gata miraba a la noche como si no quisiese que se fuera, como si esa conversación sin palabras tuviese que durar toda la eternidad. Bola se acercaba y, ronroneando, le decía siempre: “Tranquila, deja que venga la mañana”. Pensativa, después de mirar por última vez las piedras de la calle bañadas por luz lunar, la quietud armónica de la noche, tras sentir los últimos acordes del silencio de la ciudad dormida, se acostaba junto a su amado e intentaba detener sus pensamientos. Él le acariciaba el pelo de nuevo y le susurraba un “Te miauquiero” antes de caer dormido con la cabeza enterrada en el cuello gatuno lleno de pelo largo y blanco.

Un día, sin embargo, Bola llegó y encontró miles de papeles rotos, las puertas arañadas, libros tirados por el suelo… y a Fermat mirando por la ventana. Tenía los ojos llorosos. Lo llamó por su nombre y, al contraluz de la ventana, le habló con voz temblorosa:

-Puedo entender las teorías más básicas que hacen que uno más uno sean dos. Puedo entender que si esto es a eso, entonces aquello es a lo otro. Puedo calcular las distancias y alturas con solo mirar las sombras que el sol crea a mi alrededor. Puedo entender el concepto del infinito e incluso números que no existen, la lógica en sí misma. Pero no puedo entenderte. No puedo entender lo que hay entre nosotros. El problema no es tu proceder, el problema es… que no entiendo qué leyes rigen mi sentir, mi llorar y mi reír. No puedo representar el por qué al conocerte sentía algo en el pecho, ni por qué ahora ya no es tan intenso. Sin embargo hay mañanas en las que sigo queriendo parar ese latido tan fuerte que me asalta con tan solo verte tumbado a mi lado y verte sonreírme de oreja a oreja. ¡Pero no es constante! Hay una variación ilógica. Otros días eres algo vulgar, algo común del día a día. Y otros, de nuevo, me haces perder los papeles con un pequeño gesto como “¿Qué tal estás hoy?”, “Esta noche parecías inquieta”, o “¡Tengo un plan para ti!”. O simplemente con mirarme, maldita sea. No entiendo nada, y no puedo vivir con algo tan inestable. Algo tan inestable como… como los sentimientos. Eso que no se puede plasmar ni se puede simplificar, que no se puede palpar ni resolver. No puedo con ello, no puedo con algo que no entiendo.

Antes de que él respondiera, ella cogió su bolsa y saltó a la barandilla de la ventana a la que tantas veces había susurrado y que, finalmente, abrió sus puertas.

Bola intentó hablar y explicarle que eso era lo maravilloso de la vida, la alternancia y el propio desconocimiento, la sorpresa del día a día, las noches en vela.

Pero ella, saltó.

Fue de tejado en tejado hasta perderse en los rayos crepusculares que el sol, ya bajo y cansado, a punto de dormir, les regalaba a ambos para que tuviesen luz suficiente y así grabar el momento.

Él dejó pasar el tiempo. No se cambió las gafas, porque le gustaba la visión del mundo que tenía, no quería cambiarla. Se empañaron y mojaron por las lágrimas derramadas, pero siguió adelante. Básicamente lo hizo porque había algo importante en todo aquello: Ella, con sus más y sus menos, le había enseñado. Ella había sido maestra y él aprendiz. Bola se había hecho grande queriéndola y había aprendido montones de sabiduría, de esa que no viene en los libros. Y esas enseñanzas, a Dios gracias, quedaron grabadas en su corazón gatuno. Aunque también perduraban alguna de las manías de ella, pequeñas reminiscencias de esas astillas de pasado aún clavadas. Perduraban las lágrimas y el acariciar las fotos. Pero la recompensa de “Mereció la pena, he aprendido a… vivir”, hacía que esas lágrimas no recorriesen solo una cara triste, sino los hoyuelos de una sonrisa (no siempre forzada). Y así, poco a poco, el gato volvió a ser gato.

Un buen día, después de mucho tiempo, de algunas gatas más, de alguna historia que mereciese la pena contar… él llegó del trabajo y una de sus patas tropezó con una carta.

CAFEPUERTA copia

Se puso el abrigo. Como siempre, él se dejó llevar. Esa nueva gatita, de tamaño pequeño pero energía desbordante, le esperaba con un libro, pasando frío, en la puerta del establecimiento. Su nombre, según ella misma nos ha pedido, ha de mantenerse en el anonimato.

Bola llevaba planos y esquemas para explicarle lo que es el amor. Sin embargo, se dio cuenta de que la mejor manera fue como él aprendió. Con la práctica. A base de que Fermat se encerrase en ella misma y no supiese quererle bien, a base de no saber canalizar lo que sentía, él aprendió a amar de verdad. A base de ensayo y error. Pues, entonces, pensó él, las ciencias no difieren tanto de los sentimientos.

Después de todo, todo lo que aprendió acerca de caerse y levantarse, gracias a su maestra de corazón robótico, permanecía en él. Permaneció lo bueno, que le hizo repetirse y mejorar. Permaneció lo malo, para así valorar esos pequeños maullidos a modo de risa que esta nueva pequeña promesa le regalaba.

Y, como buen científico, el gato negro de gafas grandes y ojos verdosos, aplicó un método sistemático para comprobar que, un simple café, puede ser el paso a una nueva etapa.

Y, tras mucho buscar, las nuevas promesas llegaron solas, como las tormentas de verano que interrumpen un beso nocturno. Esas tormentas a las que no se las espera, pero a las que se les agradece la visita.

Y, tomando ese café, le vino a la mente la propia frase que él mismo pronunció y que ahora, cobraba más sentido.

“Tranquilo, deja que venga la mañana”.

 

*Versión narrada:

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